dilluns, 24 d’agost del 2015

Prólogo del libro: EL NIÑO DEL GLOBO / autor: Dani Anfruns

De ti me gusta todo, la idea de que me he hecho de ti es casi perfecta, tal vez demasiado, y sólo algún defecto, que te humanizara un poco, podría mejorarla. ¿Cómo lo haré para que vengas a buscarme, y pueda descubrir alguno?
 
Estas palabras me las dijo la chica de mi sueño. Siempre las siento dentro de mí, las tengo escritas, las escribí con prisa, con letra casi ilegible. No las pierdo nunca de vista. Las llevo dentro del corazón y en mi pensamiento Sí Es cierto: me enamoré de una chica, en un sueño ¿Se puede soñar una chica que no tenga ningún vínculo con el mundo real? ¿Se puede descubrir en una pesadilla el amor verdadero? ¿Qué extrañas combinaciones fue capaz de fabricar mi mente, que en la resaca de una noche consiguió simular la existencia de una chica, de quien adiviné una leve sonrisa que perduró en el tiempo, más allá de la quimera, conexiones neuronales que diseñaron un perfume inimaginable, que nunca dejé de buscar? No lo podía recrear, no, no podía volver a fabricar ese aroma, pero podía vivir toda una vida siendo capaz de reconocerlo si alguna vez lo pudiera volver a sentir. No sabía describirlo, ni dar ninguna pista a ningún cazador de aromas que me la pidiera para ayudarme a buscarlo, pero podía hacer una tesis de todo aquello que no fue. Lo mismo puedo decir de ella, no sabía nada de ella, ¡fue tan breve el espacio de tiempo en que la tuve! Desperté en el peor momento, y la tuve que dejar atrás para siempre, en su mundo virtual. Había pasado por delante de mi dos veces, dos segundos, uno en la ida, y otro en la vuelta de un paseo fatídico. Dos instantes, ciertamente, cargados de intensidad, debatiéndonos en un conflicto de conciencias.
 
¿Cómo puede crecer en tan breve espacio de tiempo un amor? ¿Cómo se puede pasar de la discrepancia al olvido, del olvido a la simpatía, y de la simpatía al amor, en el corto tiempo que dura un drama? Esta debe ser la diferencia entre el sueño y la realidad: en los sueños todo parece efímero y todo ocurre de forma más discreta y menos traumática, pero a veces los acontecimientos toman giros inesperados, y nuestras emociones son más libres y sinceras: estamos inhabilitados para interferir, para manipularlas, y fluyen muy a pesar nuestro. Y es por ello que, desde el primer momento, nunca quise quitar importancia a las vivencias de aquella noche en la que me enamoré de verdad de una chica de mentira, convencido de que sería capaz de tirar del ovillo de hilo que va del mundo de los sueños hasta el mundo real. Entiendo que consideren estúpida mi decisión de no dar por perdida la chica con la que se inicia esta historia, pero les aseguro que no fue tomada frívolamente, ni obstinadamente, sino como consecuencia de una pequeña luz de esperanza que no sabría describir si no es contando los hechos desde el inicio hasta el final. Cuando los sueños son superficiales y no parece que vayan a aportar nada sustancial y deseable en nuestras vidas, desaparecen tan simplemente como han aparecido, pero cuando, como fue mi caso, un sueño provoca una chispa capaz de encender un fuego que el despertar no apaga, entonces ya no tienes opción, hay que empezar el camino que va de la tierra al cielo, y buscar ayuda, y estar atento, pronto a descifrar cualquier elemento sospechoso que pueda revelar un vínculo, por pequeño que sea, entre los dos mundos, y que te ayude a escalar el hilo que los une. Mi historia fue eso, fue un tirar del hilo de un globo que me empujaba hacia el cielo pero que no conseguía despegarme de la tierra. No podía permitirme el lujo de dejarlo escapar ni un momento, porque, en este caso, se esfumaría para siempre de mi vista, como hacen los globos de feria, cuando los niños, dejan, por la imprudencia de un instante, el hilo que los sujeta. Para poder hacer esto, necesité aliados de este mundo y del otro, y perseveré con una fe difusa, que poco a poco fue tomando forma, relieve, y vida. De otro modo, habría sido imposible. De hecho, todo fue más sencillo de lo que yo pensaba. Con fe, todo es más sencillo de lo que parece, y si algunos elementos de la historia que ahora intentaré explicar, aún hoy, más de cuarenta años después, permanecen oscuros, no lo atribuyo a nada que no sea mi ignorancia, consecuencia de una fe todavía demasiado pequeña para entender ciertas cosas. Tengo setenta y dos años, estamos en el año 2091, pero recuerdo muchos detalles de lo que ocurrió durante ese tiempo. Corría el 2050, y no tengo ninguna intención de inventar nada, ni de añadir nada a mi historia. No me hace falta. Con lo que recuerdo tendré bastante para explicar unos hechos absolutamente increíbles, pero que son absolutamente históricos. A veces, me pregunto si puede ser mi imaginación que me está jugando una mala pasada, si con el paso de los años he hecho crecer la historia, he ido idealizando los pocos personajes que aparecen, si he ido olvidando lo que realmente sucedió y lo he ido sustituyendo por una versión más fantástica, mezcla de deseo y demencia. Pero es inútil, los hechos son los que son, y el paso del tiempo nunca conseguirá cambiarlos. Pienso escribir la historia sin perder de vista ni un momento ninguno de los elementos materiales que he conservado de aquel tiempo, y que son un testimonio precioso. Los tengo sobre el escritorio, me los llevaré donde quiera que vaya escribiendo, en el sofá, en la cama, en la cocina, de viaje, o si escribo mientras hago cola en el médico: un pequeño crucifijo, una pieza de puzle, una pluma de águila manchada de sangre, una linterna con más de cien años de historia, una par de cartas, unos mensajes electrónicos impresos, muchos periódicos con fechas concretas con noticias marcadas en fluorescente y que hacen pensar... Y si, a pesar de todo, querido lector, no se acaba de creer lo que explicaré, contacte conmigo, hablaremos tranquilamente, le presentaré dos prota-gonistas importantes de la historia, y si es necesario, cruzaremos juntos el océano, y visitaremos los lugares principales donde sucedió todo. Allí le presentaré el tercer y último testigo que aún vive. Después pregunte, indague, ¡que todos ellos hablen! Y, entonces, si sus versiones no complementan la mía — ¡yo no quiero estar presente mientras se las expliquen! —, entonces sí, definitivamente será que me he vuelto loco.